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lunes, 1 de junio de 2020

Changes?






–Estoy demasiado viejo para esto –dijo él rascando el intento de barba canosa que tenía en el mentón.
–David, llevas diciendo eso desde que tienes 25, tranquilo, se te pasará al inicio del próximo curso –le respondieron desde el otro lado de la mesa con tono jocoso.

Las risas no se hicieron esperar y el murmullo que surgió en la sala creció hasta que se hizo imposible distinguir las voces del conjunto de opiniones sobre cuán cansada y gratificante es la labor docente. Los rostros familiares se acercaban unos a otros compartiendo los chismes que han descubierto durante sus clases de la mañana mientras la gran mayoría recogía sus cosas para salir a almorzar.

“Desde los 25” se repitió, dándole vueltas innecesarias al asunto, como hacía con todo. La verdad es que la educación, o lo que conseguía recordar de ella, cuando era joven era bien parecida a la que estaba viviendo. Siempre pensó que solo había habido dos cambios significativos en educación: el momento en el que (los profesores) dejaron de pegarte en la escuela –época que él no llegó a vivir y estaba tremendamente agradecido de que así fuera– y cuando la tecnología hizo su incursión –progresión que sí pudo apreciar desde los casete en el colegio hasta el Internet en la universidad. A parte de eso, los centros seguían teniendo abusones, favoritos del profe, persona popular y el resto de personalidades prototípicas.

Por muchas veces que se hartaran de repetir cuánto cambiarían la informática y la ciencia las formas de aprender, las aulas eran las mismas y la metodología había cambiado el mínimo imprescindible que cambia un organismo cuando sus células se renuevan. El problema radicaba en que se replicaba el mismo orden de moléculas año tras año, el ADN era el mismo, aunque sí se notaban las mutaciones producto de esa radiación llamada “innovación educativa”.

Sonrió al pensar en aquella vez que durante el máster de profesorado imaginaron cómo sería la vida en el 2030 que él vivía. Probablemente le llegaría una carta al correo de aquella época para recordarle qué pensaba entonces, escribió muchas en aquel primer “fin del mundo”.


Ilustración del futuro con números de 2020 y 2030 años | Foto Premium

domingo, 31 de mayo de 2020

Clandestinos


Salí de casa con el miedo en el cuerpo, pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto. Hacía algunos meses que llevábamos planeando cómo volver a ocupar las aulas sin levantar sospechas. ¿Cómo habíamos podido llegar hasta aquí?

La crisis del coronavirus, hace ahora 10 años, había sentado un precedente imborrable en la educación. Los dos años siguientes, el temor a posibles rebrotes fue intensificando la formación telemática frente a la presencial. Las universidades se vaciaban y la educación a distancia cada vez tomó más fuerza. Los institutos y los colegios siguieron la estela, combinando la formación presencial con la online. Bastó la formación de nuevos gobiernos para incluir un nuevo objetivo en la Agenda2030: la educación sería telemática.

El dinero manda y la medida permitía reducir los costes de la educación hasta lo nunca visto. El gobierno se ocuparía de que cada niño en edad escolar tuviera su propio ordenador y las clases serían impartidas por profesores a distancia, a través de videos ya grabados, como si de un mooc se tratara. La evaluación se realizaba de manera telemática. Un sofisticado sistema permitía calificar los progresos de los alumnos a través de cuestionarios predefinidos que ponían las notas de manera automática. Se reducirían los gastos en Educación a mínimos históricos, ya que ni hacían falta tantos profesores ni tampoco el mantenimiento de los centros educativos.

Muchos interinos nos fuimos al paro. Fueron meses muy duros y, por primera vez en mucho tiempo, aquella noche volví a sentir un pequeño hilo de esperanza del que tirar. Íbamos a entrar a uno de los centros abandonados y dar clase a la antigua usanza, trabajando en equipo, mirándonos a los ojos e intercambiando opiniones sobre los contenidos.

La actuación conllevaba un alto riesgo. No podíamos convocar sólo a los estudiantes que estuvieran a favor de nuestras ideas, pues habríamos roto uno de los principios de la educación. Así que lo hicimos extensivo a todos nuestros exalumnos y, eso sí, pedimos mucha discreción. Algunos, los menos, optaron por quedarse en casa, pero, para nuestra sorpresa, cuando llegamos al centro allí había al menos un centenar de estudiantes, cargados de papel y boli, dispuestos a aprender. Era el paraíso de cualquier docente.

La educación, tal y como la entendíamos hasta hace menos de una década, se había convertido en algo prohibido y fue, precisamente eso, lo que hizo que los estudiantes volvieran a tener interés en los contenidos. Sin saberlo nos habían hecho un favor. Yo volví a casa esa noche con el convencimiento de que estábamos construyendo un futuro cargado del más valioso de todos los poderes: el conocimiento.