domingo, 31 de mayo de 2020

Clandestinos


Salí de casa con el miedo en el cuerpo, pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto. Hacía algunos meses que llevábamos planeando cómo volver a ocupar las aulas sin levantar sospechas. ¿Cómo habíamos podido llegar hasta aquí?

La crisis del coronavirus, hace ahora 10 años, había sentado un precedente imborrable en la educación. Los dos años siguientes, el temor a posibles rebrotes fue intensificando la formación telemática frente a la presencial. Las universidades se vaciaban y la educación a distancia cada vez tomó más fuerza. Los institutos y los colegios siguieron la estela, combinando la formación presencial con la online. Bastó la formación de nuevos gobiernos para incluir un nuevo objetivo en la Agenda2030: la educación sería telemática.

El dinero manda y la medida permitía reducir los costes de la educación hasta lo nunca visto. El gobierno se ocuparía de que cada niño en edad escolar tuviera su propio ordenador y las clases serían impartidas por profesores a distancia, a través de videos ya grabados, como si de un mooc se tratara. La evaluación se realizaba de manera telemática. Un sofisticado sistema permitía calificar los progresos de los alumnos a través de cuestionarios predefinidos que ponían las notas de manera automática. Se reducirían los gastos en Educación a mínimos históricos, ya que ni hacían falta tantos profesores ni tampoco el mantenimiento de los centros educativos.

Muchos interinos nos fuimos al paro. Fueron meses muy duros y, por primera vez en mucho tiempo, aquella noche volví a sentir un pequeño hilo de esperanza del que tirar. Íbamos a entrar a uno de los centros abandonados y dar clase a la antigua usanza, trabajando en equipo, mirándonos a los ojos e intercambiando opiniones sobre los contenidos.

La actuación conllevaba un alto riesgo. No podíamos convocar sólo a los estudiantes que estuvieran a favor de nuestras ideas, pues habríamos roto uno de los principios de la educación. Así que lo hicimos extensivo a todos nuestros exalumnos y, eso sí, pedimos mucha discreción. Algunos, los menos, optaron por quedarse en casa, pero, para nuestra sorpresa, cuando llegamos al centro allí había al menos un centenar de estudiantes, cargados de papel y boli, dispuestos a aprender. Era el paraíso de cualquier docente.

La educación, tal y como la entendíamos hasta hace menos de una década, se había convertido en algo prohibido y fue, precisamente eso, lo que hizo que los estudiantes volvieran a tener interés en los contenidos. Sin saberlo nos habían hecho un favor. Yo volví a casa esa noche con el convencimiento de que estábamos construyendo un futuro cargado del más valioso de todos los poderes: el conocimiento.  



2 comentarios:

  1. Enhorabuena. Esperemos que no sea necesario este movimiento.

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  2. Me ha encantado tu relato. Qué bien escrito, qué miedo y qué pasada de idea. Voy a echar de menos leeros. ¡Un abrazo!

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