Salí de casa con el miedo
en el cuerpo, pero con la certeza de que estaba haciendo lo correcto. Hacía
algunos meses que llevábamos planeando cómo volver a ocupar las aulas sin levantar
sospechas. ¿Cómo habíamos podido llegar hasta aquí?
La crisis del
coronavirus, hace ahora 10 años, había sentado un precedente imborrable en la
educación. Los dos años siguientes, el temor a posibles rebrotes fue intensificando
la formación telemática frente a la presencial. Las universidades se vaciaban y
la educación a distancia cada vez tomó más fuerza. Los institutos y los
colegios siguieron la estela, combinando la formación presencial con la online.
Bastó la formación de nuevos gobiernos para incluir un nuevo objetivo en la Agenda2030:
la educación sería telemática.
El dinero manda y la medida
permitía reducir los costes de la educación hasta lo nunca visto. El gobierno se
ocuparía de que cada niño en edad escolar tuviera su propio ordenador y las
clases serían impartidas por profesores a distancia, a través de videos ya
grabados, como si de un mooc se tratara. La evaluación se realizaba de manera
telemática. Un sofisticado sistema permitía calificar los progresos de los
alumnos a través de cuestionarios predefinidos que ponían las notas de manera
automática. Se reducirían los gastos en Educación a mínimos históricos, ya que
ni hacían falta tantos profesores ni tampoco el mantenimiento de los centros
educativos.
Muchos interinos nos
fuimos al paro. Fueron meses muy duros y, por primera vez en mucho tiempo,
aquella noche volví a sentir un pequeño hilo de esperanza del que tirar. Íbamos
a entrar a uno de los centros abandonados y dar clase a la antigua usanza, trabajando
en equipo, mirándonos a los ojos e intercambiando opiniones sobre los contenidos.
La actuación conllevaba un
alto riesgo. No podíamos convocar sólo a los estudiantes que estuvieran a favor
de nuestras ideas, pues habríamos roto uno de los principios de la educación. Así
que lo hicimos extensivo a todos nuestros exalumnos y, eso sí, pedimos mucha discreción.
Algunos, los menos, optaron por quedarse en casa, pero, para nuestra sorpresa,
cuando llegamos al centro allí había al menos un centenar de estudiantes,
cargados de papel y boli, dispuestos a aprender. Era el paraíso de cualquier
docente.
La educación, tal y como la entendíamos hasta hace menos de una década, se había convertido en algo prohibido y fue, precisamente eso, lo que hizo que los estudiantes volvieran a tener interés en los contenidos. Sin saberlo nos habían hecho un favor. Yo volví a casa esa noche con el convencimiento de que estábamos construyendo un futuro cargado del más valioso de todos los poderes: el conocimiento.
Enhorabuena. Esperemos que no sea necesario este movimiento.
ResponderEliminarMe ha encantado tu relato. Qué bien escrito, qué miedo y qué pasada de idea. Voy a echar de menos leeros. ¡Un abrazo!
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