La educación en el año 2030
Hace unos días iba paseando
por la calle cuando, de repente, vi una cara que me resultó francamente familiar.
Se trataba, nada más ni nada menos, de un antiguo profesor mío: José Rovira. A
pesar de que llevábamos casi diez años sin vernos, lo reconocí de inmediato y
decidí saludarle. Sin embargo, para él no fue ten sencillo identificarme. Tal
descuido no me sorprendió en absoluto, pues, ahora que llevo nueve años en el
mundo de la enseñanza, me he dado cuenta de que es imposible recordar los
nombres y las caras de todos los alumnos y alumnas que pasan por la vida de un
docente.
José y yo decidimos ir a tomar
un café para recordar viejos tiempos y, así, hablar largo y tendido sobre la
Universidad de Alicante, sobre el profesorado y, en especial, sobre la compleja
e insólita situación que vivimos diez años atrás a causa del Coronavirus. También
conversamos acerca de las profundas transformaciones que el sistema educativo
español había experimentado en esta última década. Ambos recordamos con
nostalgia aquellos tiempos en los que los docentes utilizaban pizarras en sus
clases, los estudiantes empleaban libros de texto, el uso de dispositivos
electrónicos quedaba totalmente prohibido y los pupitres se distribuían de
forma lineal para garantizar una clase expositiva.
¿Cómo había podido cambiar
tanto la educación en tan solo diez años? Los jóvenes ya no llevan a clase
mochilas repletas de libros, cuadernos y bolígrafos de todos los colores, puesto
que en las aulas se encuentran suficientes ordenadores y tabletas para cada uno
de ellos; la distribución del espacio del aula se dispone de manera que
posibilite un aprendizaje cooperativo, rehuyendo, así, de aquellas clases magistrales
que acababan por destruir la motivación del alumnado; los exámenes, tal y cómo
los conocíamos, han desaparecido, pues ahora importa más el trabajo diario del
estudiante que los resultados obtenidos en una prueba final.
A pesar de todas estas
innovaciones, José y yo coincidimos en que el cambio más relevante de estos
últimos años residía en la nueva reforma educativa, la cual fue implementado después
de la LOMCE. La ley vigente otorga nuevas funciones al Consejo Escolar, concediendo
a este órgano de gobierno un mayor poder decisorio y adquiriendo, así, una
merecida notoriedad en la comunidad educativa. Gracias a esta reforma, las
madres y los padres del alumnado, los docentes e, incluso, los propios
estudiantes han logrado tener voz y voto en las decisiones del centro al que
pertenecen. Asimismo, la asignatura de Lengua Castellana y la Literatura también
se ha visto beneficiada por dicha reforma educativa. Antiguamente, la LOMCE excluyó
la literatura hispanoamericana del currículum de secundaria y, por tanto, la
mayoría de estudiantes se graduaban sin haber oído hablar de Gabriel García
Márquez, Julio Cortázar, Laura Esquivel u Jorge Luis Borges, por ejemplo. Todavía
no entiendo cómo pudimos permitir que eso ocurriera. No obstante, la nueva
reforma ha vuelto a introducir dichos contenidos, reivindicando, así, la
presencia de esta literatura en las aulas de secundaria. De hecho, recientes
estudios han constatado que el realismo mágico ha logrado fomentar la lectura en
muchos jóvenes.
Finalmente, José y yo nos
despedimos, salimos de la cafetería y cada uno prosiguió su camino. Sin
embargo, estoy convencida de que, durante su trayecto, estuvo pensando en la
conversación que acabábamos de mantener, pues eso mismo es lo que me ocurrió a
mí. El tiempo pasa inexorablemente y, a veces, necesitamos parar y sentarnos a
reflexionar sobre todo los cambios que han acontecido, sobre cómo era el mundo antes
y sobre cómo es ahora. Solo así podemos valorar realmente lo que tenemos. Es
por ello por lo que estoy escribiendo esta carta, pues desconozco si José y yo
nos volveremos a encontrar en el futuro y, francamente, me gustaría que dentro
de diez años alguien me recordara, otra vez, cómo era mi vida antes. Aunque ese
alguien sea yo misma.
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