lunes, 25 de mayo de 2020

¿Utopía o distopía?


¡Hola de nuevo y por última vez AmorTICos!

Por aquí os dejo mi práctica 9. Una utopía o distopía, que podría ocurrir en alguna realidad no muy lejana. ¿2030? Quien sabe... Disfrutadla, porque yo me la he gozado.

      Las inyecciones ya no dolían tanto como antes. Una vez te acostumbras a esa rápida acumulación de conocimientos, la asimilación viene sola. De hecho, siempre recordaré aquel primer pinchazo que me hizo aprender el Quijote de golpe. Al principio sangré un poco por la nariz, pero cuando sentí todas esas historias corriendo por mi cerebro me tranquilicé e incluso lo disfruté. Era una clase de placer intelectual, diferente al de leer un libro, pero por aquel entonces la vida avanzaba a pasos agigantados y no teníamos tiempo para lecturas. ¡Qué equivocados estábamos! Hoy día sigo arrepintiéndome del gran error que cometimos al crear esos centros de bibliotecas genéticas.

      Pero, ¿porque me culpabilizo?, habíamos acabado con el analfabetismo, mejorado las capacidades estudiantiles y construido una sociedad libre de ignorantes. Todas, absolutamente todas las personas, tenían nociones literarias, químicas, matemáticas, filosóficas… ¿para qué necesitaban leer un libro cuando podían inyectárselo y aprenderlo al instante? Era algo completamente revolucionario, innovador y aceptado por gran parte de la gente. Sin embargo, con el paso del tiempo, me di cuenta de que había asesinado a la lectura.

    Todo empezó cuando el gobierno aceptó mi propuesta al ver los cambios en los centros y reformatorios. Empezamos con centros de menores, alumnado recluido, con problemas y sin padres que velaban por ellos. Fueron los sujetos perfectos y sus transformaciones se convirtieron en noticia. Evidentemente no todo el mundo se encontraba a favor del cambio, pero hablábamos de la posibilidad de terminar con el abandono estudiantil y construir una motivación para ir a clase. Si en el aula se trabajaban conceptos conocidos, el alumnado podría interactuar y formarse aún más. La oralidad y los debates se convertirían en la base de los colegios e institutos. Así fue como se nos concedió la aprobación para implementar este nuevo formato educativo.

        Tras ello, vinieron las quejas de mucha gente. Personas que no entendían porque la juventud era la que se beneficiaba de tal suma de conocimientos. Al fin y al cabo, el ser humano es codicioso. Yo era joven y no quería que mi propuesta para mejorar el sistema educativo corriera peligro, así que también me dejé llevar por el egoísmo. Les dimos lo que querían, les entregamos el conocimiento. Una forma más fácil, adicta y placentera de consumir libros. Un error.

        Los nuevos centros de bibliotecas genéticas empezaron a funcionar en poco tiempo y la venta de libros bajó considerablemente. En unos cuantos meses habíamos cerrado un gran número de librerías. Bolsas y bolsas de libros se encontraban en los contenedores de basura, en las reventas, en mercadillos, ya nadie quería leer libros. Tan solo un cinco por ciento de la población, pequeños eruditos que no asumían la solución que le habíamos dado a la incultura, intelectuales que pensaban que en esa solución estaba el problema. Yo seguía sin verlo…

       Hasta que una noche, mi hija me llamó a su habitación. Quería que le leyera un cuento para poder dormir. Como es evidente, fui a por las jeringas infantiles; Caperucita roja sería una buena opción, era su favorita y siempre se quedaba dormida. Sin embargo, la entendí mal, estaba harta de esas dichosas agujas, buscaba un cuento, de los de verdad. Necesitaba oír mi voz recitándolo, pasando cada página con ternura y señalando las ilustraciones que aparecían mientras las comentábamos. Entonces fue cuando empecé a darme cuento de lo que había hecho. No teníamos ningún libro en casa, poco me quedaba en la memoria de aquella fragancia a hojarasca tan característica cuando acercabas la nariz en su interior. Vagos recuerdos conservaba de las innumerables o pocas páginas que muchas veces me mantenían despierto hasta las tantas de la noche y de cómo sus portadas te llevaban irremediablemente a comprarlo, aunque no tuvieras ni idea del contenido, guiado tan solo por un título, un autor y una ilustración. Fue el principio del fin para la lectura y los libros.


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